Chupó el ojo de merluza, que le supo a gloria. G había heredado de su abuelo la afición a saborear los ojos de pescado; solía separarlos antes de que su mujer se quedara con la cabeza y los reservaba en un rincón del plato, escondidos entre la guarnición. Sólo su hijo pequeño parecía tolerar aquella visión del padre chupando un ojo como si fuera un bombón de praliné. Un día, sin mayor motivo, su mujer le prohibió seguir haciéndolo; menudo ejemplo para el chaval, afirmó. G la miró sorber la cabeza de pescadilla por entre los recovecos del cráneo, se levantó, cogió las llaves del coche y salió.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
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4 comentarios:
¡En la casa del monte tenemos un pez igualito, guate!
Caramba, pensaba que era un objeto exótico... No somos nadie.
Llegó de México. Se camufló en el equipaje de algún viajero, con una bandeja y seis copas de tequila, de alpaca plateada y nácar azul. Lo más fascinante era que el chicharro se sostenía erguido, desafiante, y abría las chapas de botellas de coca-cola, cuando yo todavía era adicta al asqueroso brebaje.
¡Acabáramos! Llegó de México. Entonces me cuadra que nos lo trajeran los abuelos. De todos modos, pedazo carambola.
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