L miró a su alrededor. Estanterías copadas por apuntes, recortes y cajas viejas. Armarios a rebosar de jerséis que no se ponía. Librerías con fotos de personas a las que ya no trataba. Trastos que nunca pudo arreglar. Buscó en la enciclopedia y enseguida encontró el diagnóstico: era incapaz de decidir. Por eso llamó a una empresa de desescombros y pidió un container; se pasó tres días tirando aquellos objetos que, habiendo perdido utilidad, llenaban su vida más de pasado que de presente. El resultado fue de una claridad meridiana: baldas con lo imprescindible, roperos espaciosos, cajones a medio llenar. Todo recobró su sentido. Lo único de lo que L no pudo desprenderse fue de una balanza antigua que, según el día, funcionaba. Cuando vino la grúa a llevarse el contenedor, de pronto un platillo ganó peso y el fiel se inclinó.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
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