Hará un año que K comenzó a recibir cartas a nombre de un tal G. Martín. Debe de haber un error, le comentó al cartero; yo vivo sola. De nada sirvió: cada día le llegaba correspondencia en la que el nombre de G aparecía elegante, caligráfico; lo mismo se trataba de cartas personales —que K evitó leer por discreción— como de suscripciones a catálogos de sellos o propaganda de relojes. G figuraba como titular del domicilio de K.
Fue por entonces cuando K dejó de recibir facturas a su nombre; todas ellas, incluidas las del catastro, agua y gas, llegaban dirigidas a G. Martín y eran abonadas, según confirmó, con estricta puntualidad. Ayer, cuando sonó el telefonillo, K descolgó y oyó un «abre, cariño». Corrió al horno a remover las perdices al oporto: G iba a perder la cabeza por sus platos de caza.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
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