Y si un día nos diera por cambiar.
Cuando Z se levantó el cuello de la americana comenzaba a anochecer. Había sido el último en salir del bufete y esta vez se había cuidado de dejarlo todo recogido: los libros de registro en el almacén, los procedimientos abiertos en la mesa de G, los informes confidenciales en el despacho de su jefe. Esperó en la parada al número 46, pero después de subir se arrepintió y se apeó a medio trayecto. Quería andar. Al doblar la esquina de Leganitos, un indigente le pidió conversación y calderilla para un café. Se lo llevó a un cinco tenedores. Al despedirse, Z le dio el portátil, las claves de su cuenta bancaria y el teléfono de un centro de quiromasaje. El mendigo lo abrazó. Aquella tailandesa tendría la sonrisa más bonita que te puedes imaginar.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
Cuando Z se levantó el cuello de la americana comenzaba a anochecer. Había sido el último en salir del bufete y esta vez se había cuidado de dejarlo todo recogido: los libros de registro en el almacén, los procedimientos abiertos en la mesa de G, los informes confidenciales en el despacho de su jefe. Esperó en la parada al número 46, pero después de subir se arrepintió y se apeó a medio trayecto. Quería andar. Al doblar la esquina de Leganitos, un indigente le pidió conversación y calderilla para un café. Se lo llevó a un cinco tenedores. Al despedirse, Z le dio el portátil, las claves de su cuenta bancaria y el teléfono de un centro de quiromasaje. El mendigo lo abrazó. Aquella tailandesa tendría la sonrisa más bonita que te puedes imaginar.
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