La edad enseña a relativizar. Lo que para un niño es un siglo para un adulto puede ser un segundo. De pronto, la escala se hace sideral.
M presionó el algodón con cuidado para que las semillas quedaran protegidas; lo humedeció y lo enterró en la maceta. Durante varios días esos guisantes latentes fueron su único motor; al regresar del colegio tiraba la mochila sobre la cama y corría a la terraza para comprobar, después de la carrera, que aquel esqueje no tenía la misma prisa que ella. No importaba: manejaría al mismo tiempo paciencia y regadera. Dos semanas más tarde, un punto verde asomó entre la tierra. A partir de aquel momento los ojos de M se volvieron planta. Un tallo, un milímetro. Dos, cinco, diez. Una hoja plegada. Todo eran anotaciones en el bloc de M, feliz creadora de un guisante imparable.
Con los años, M siguió sembrando. Se aficionó a recorrer los viveros de la ciudad en busca de semillas extrañas, tropicales o de hortalizas. Al llegar a casa abría el puño y, con los ojos cerrados, las lanzaba sobre la tarima. De aquellas que quedasen dormidas entre las ranuras algún día crecería un árbol o, quién sabe, una lechuga Iceberg.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
M presionó el algodón con cuidado para que las semillas quedaran protegidas; lo humedeció y lo enterró en la maceta. Durante varios días esos guisantes latentes fueron su único motor; al regresar del colegio tiraba la mochila sobre la cama y corría a la terraza para comprobar, después de la carrera, que aquel esqueje no tenía la misma prisa que ella. No importaba: manejaría al mismo tiempo paciencia y regadera. Dos semanas más tarde, un punto verde asomó entre la tierra. A partir de aquel momento los ojos de M se volvieron planta. Un tallo, un milímetro. Dos, cinco, diez. Una hoja plegada. Todo eran anotaciones en el bloc de M, feliz creadora de un guisante imparable.
Con los años, M siguió sembrando. Se aficionó a recorrer los viveros de la ciudad en busca de semillas extrañas, tropicales o de hortalizas. Al llegar a casa abría el puño y, con los ojos cerrados, las lanzaba sobre la tarima. De aquellas que quedasen dormidas entre las ranuras algún día crecería un árbol o, quién sabe, una lechuga Iceberg.
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