Vimos llegar a W por la senda que baja al jardín. Era un gato resabido, blanco debajo del polvo que a duras penas le tapaba un lomo lleno de arañazos y mordeduras. W vivía, junto a otros gatos de callejón, de la granja que quedaba a tres kilómetros de nuestro chalé. De vez en cuando nos pasábamos por allí; L, el cuidador, nos mostraba esa nave donde miles de pollitos se apartaban a nuestro paso en una especie de Jordán amarillo. Hacía mucho calor allá adentro, las estufas mimaban a unos piolines destinados a alcanzar la edad del matadero; el plumón y lo agudo de su piar hacían que cierto arrepentimiento ganase terreno a nuestro instinto predador, aunque bien sabíamos que bastaba alejarse de aquella nave para volver a desayunarse con pechugas de pollo o alitas al vino blanco.
Al verlos amontonarse mi novia adquiría un aire a estremecimiento, a corazón craquelado. Tan pequeños, tan pollitos de quita y pon. Con los pómulos ardiendo me resultaba más atractiva que nunca, la imaginaba con ese rubor de café de domingo, el albornoz sonriéndole trémulamente por el escote y después el ruido de sillas, nuestro chocarnos con los muebles que quedaban desplazados e irremediablemente cubiertos de pelusas de albornoz olvidado. Has visto, me señalaba, has visto junto al bebedero, allá hay un pollito muerto, y hacía una seña para que L recogiera aquel cuerpo inerte rendido por el frío o por el sentido común. L lo metía en un balde junto a otros cadáveres, una especie de morgue portátil, y lo vaciaba en un contenedor que luego retiraría una empresa de basuras. Allí vivía W, allí trepaba en busca de sangre. A fuerza de verle desgarrar cabezas de pollito le tomamos la admiración que se toma a los que anteponen el hambre a la ternura.
L A M I C R O S C O P I S T A ©
Al verlos amontonarse mi novia adquiría un aire a estremecimiento, a corazón craquelado. Tan pequeños, tan pollitos de quita y pon. Con los pómulos ardiendo me resultaba más atractiva que nunca, la imaginaba con ese rubor de café de domingo, el albornoz sonriéndole trémulamente por el escote y después el ruido de sillas, nuestro chocarnos con los muebles que quedaban desplazados e irremediablemente cubiertos de pelusas de albornoz olvidado. Has visto, me señalaba, has visto junto al bebedero, allá hay un pollito muerto, y hacía una seña para que L recogiera aquel cuerpo inerte rendido por el frío o por el sentido común. L lo metía en un balde junto a otros cadáveres, una especie de morgue portátil, y lo vaciaba en un contenedor que luego retiraría una empresa de basuras. Allí vivía W, allí trepaba en busca de sangre. A fuerza de verle desgarrar cabezas de pollito le tomamos la admiración que se toma a los que anteponen el hambre a la ternura.
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