La policía interrogaba al quiosquero. Debe de ser el último que la vio, murmuraban los vecinos. J había desaparecido sin preaviso; ni había acudido a la oficina, ni había bajado la basura, ni había recogido los coleccionables a los que estaba suscrita. Todas las tardes me visitaba, gesticulaba el hombre desde el templete; fíjense, la de tomos que tengo para ella. Los agentes anotaban datos y fechas. El jueves 20 fue la última vez, cogió la de Capote y prometió comentármela al cabo de una semana: nunca volvió. ¿Tenía problemas? Los justos. ¿Quizá una enfermedad? Ah... ¡el ojo vago! Aquel día apareció con un parche; vengo del oculista, me dijo. Sin saberlo, he vivido con un diez por ciento de visión en el ojo izquierdo; por aquello de compensar he sobrecargado a mi ojo sano, que necesita descansar. La de cosas que hacemos mal por inercia, ¿verdad?, ¡al perezoso lo he aparcado y al listo lo he agotado! Entonces el quiosquero dio un puñetazo sobre el mostrador. No se preocupen por ella; el ojo vago ha tomado las riendas.
21 marzo 2010
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2 comentarios:
Hermosa metáfora. La de cosas que va a descubrir con ese ojo que se ha dejado llevar durante tanto tiempo. Hay secundarios que no llegan a brillar nunca por no quitarle protagonismo a los que lo necesitan. Pero cuando las circunstancias los hacen necesarios refulgen como nadie. Que feo el verbo refulgir.
Pepe Lillo.
Mis dos ojos están vagos. Llevaba semanas sin leerte y he necesitado tres lecturas para entender lo de la inercia...
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